Supongo que a todos nos pasa un poco lo mismo: de golpe tenemos mucho tiempo y sin embargo no tenemos nada de tiempo. Se me hizo muy difícil sentarme un rato para concentrarme y poder hilvanar estas líneas. Así que me apuro y les dejo algunos apuntes sueltos de las cosas que se me cruzan últimamente por la cabeza y que venimos charlando con algunos de ustedes en los cursos, ahora digitales.
En primer lugar, les dejo algunos textos que estamos discutiendo casi de modo permanente.
Después la respuesta de Nancy.
Después otra intervención de Agamben.
El de Martín Rodríguez, que no es filósofo pero me gustó. Al final de cuentas “ser filósofo” tampoco garantiza nada. Y si quieren comprobarlo lean la basura que escribió Byung-Chul Han.
Una cosa en la que pienso últimamente es en la caracterización del poder pastoral que hace Foucault en su seminario Seguridad, territorio y población. Rastreando la idea de “gobierno” -de la que dice que prácticamente no hay rastros en la antigüedad griega-, Foucault encuentra en el “poder pastoral” en el oriente precristiano y cristiano un antecedente de la forma de poder que va a eclosionar posteriormente en el liberalismo. Pero lo que no deja de ocupar mi cabeza en estos días es cómo lo caracteriza. Miren:
Por una parte, el pastor debe tener los ojos puestos sobre todos y sobre cada uno, omnes et singulatim, que va a ser precisamente el gran problema de las técnicas de poder en el pastorado cristiano y de las técnicas de poder, digamos, modernas, tal como se disponen en las tecnologías de la población de las que les he hablado. Omnes et singulatim. Y por otra parte, de una manera aún más intensa en el problema del sacrificio del pastor por su rebaño, sacrificio de sí mismo por la totalidad de su rebaño, sacrificio de la totalidad del rebaño por cada una de las ovejas. Quiero decir lo siguiente: en esta temática hebrea del rebaño, el pastor debe todo a éste, a punto tal de aceptar sacrificarse por su salvación. Pero por otro lado, como debe salvar a cada una de las ovejas, ¿no se encontrará en una situación tal que, para salvar a una sola de ellas, se vea obligado a descuidar a la totalidad? Y ése es el tema que vemos indefinidamente repetido a lo largo de las diferentes sedimentaciones del texto bíblico, desde el Génesis hasta los comentarios rabínicos, con Moisés en el centro de todo. Moisés, en efecto, es quien ha aceptado, para salvar a una oveja descarriada, abandonar todo el rebaño. La encuentra, la carga sobre los hombros para devolverla a su lugar y en ese momento advierte que el rebaño que él había aceptado sacrificar se ha salvado: se ha salvado simbólicamente por el hecho, justamente, de que Moisés hubiera aceptado sacrificarlo. Estamos aquí en el centro del desafío, de la paradoja moral y religiosa del pastor, lo que podríamos llamar, en definitiva, la paradoja del pastor: sacrificio de uno por el todo, sacrificio del todo por uno, que va a estar de manera insoslayable en el centro de la problemática cristiana del pastorado.
M. Foucault, Seguridad, territorio, población, trad. H. Pons, Bs. As.: FCE, 2006, pp. 157-158.
Paradoja, pues, del poder pastoral: el pastor está dispuesto a sacrificar a todo el rebaño para salvar a una sola oveja o, también, a sacrificar a una sola oveja para salvar al rebaño. Paradoja y también, al mismo tiempo, dilema.
Tratemos de ir poniéndolo lentamente en situación. Supuestamente este virus afecta a una parte de la población -eso que se denomina “población de riesgo”-. Sin embargo, para salvarla el pastor pone en riesgo a toda la población al detener la economía (¿desabastecimiento? ¿aumento de la pobreza y la desocupación? ¿quiebre de empresas?). Otra opción podría ser que dejara morir a la población de riesgo para preservar a la generalidad del rebaño, como proponen Bolsonaro, Trump, AMLO, Macri, etc. En cualquier caso, se trata siempre de un tipo de poder que va de la totalidad a la parte y que se ocupa específicamente de cómo esta parte se integra en esa totalidad: omnes et singulatim. Se trata, pues, de un poder que funciona a nivel poblacional, que es lo que le interesa a Foucault en este curso y que hoy tal vez ya no nos resulte sorprendente: para ese gobierno hoy existimos, sanitariamente, sólo como capacidad de contagio. La matriz de este poder son las estadísticas, en las que la individualidad está contemplada desde el punto de vista del todo. Pero sigamos la trama un poco más lejos.
Ese poder pastoral, cuyo objeto dijimos que es la población, se corresponde con lo que el propio Foucault denomina “biopolítica”. La biopolítica es el paradigma de poder que apunta al incremento de las potencialidades de la vida. Así pues, si antes de ella el poder aparecía castigando, imponiendo una pena -y eventualmente la pena mayor, la pena de muerte-, la biopolítica, en cambio, se desenvuelve en los discursos sobre la salud, el cuidado del cuerpo, pero también en la producción de alimentos y de fármacos, en las medidas de higiene, etc. No se trata ya de un poder que se manifieste negativamente castigando, penando o matando – el lema de este “poder soberano” era “hacer morir y dejar vivir”-, sino que ahora lo hace positivamente produciendo vida, incrementándola, preservándola -el lema de la biopolítica es “hacer vivir y rechazar hacia la muerte”-. 1.
La vieja potencia de muerte, en la cual se simbolizaba el poder soberano, se halla ahora cuidadosamente recubierta por la administración de los cuerpos y la gestión calculadora de la vida.
M. Foucault, Historia de la sexualidad. La voluntad de saber, trad. U. Guiñazú, México: Siglo XXI, 2007, p. 169.
Pero tengamos presente, y esta es la cuestión central aquí, que esa biopolítica, ese paradigma del poder que se corresponde con el incremento de la vida, constituye para Foucault -y para toda una estela de pensadores que continúan sus análisis: Esposito, Agamben, Preciado, el propio Han, etc.- la matriz de poder propia del capitalismo. Dicho sintéticamente: los niveles de producción y aceleración de la vida peculiares al capitalismo se corresponden al nivel del poder con el paradigma biopolítico. El capitalismo no logra la aceleración necesaria cuando todavía depende de un poder negativo, es decir, de un poder que castiga. Por el contrario, sólo este poder positivo, este poder que empuja a la vida a incrementar su rendimiento hace posible una aceleración constante de toda la maquinaria capitalista.
Ese bio-poder fue, a no dudarlo, un elemento indispensable en el desarrollo del capitalismo; éste no pudo afirmarse sino al precio de la inserción controlada de los cuerpos en el aparato de producción y mediante un ajuste de los fenómenos de población a los procesos económicos. Pero exigió más; necesitó el crecimiento de unos y otros, su reforzamiento al mismo tiempo que su utilizabilidad y docilidad; requirió métodos de poder capaces de aumentar las fuerzas, las aptitudes y la vida en general, sin por ello tornarlas más difíciles de dominar […].
Ibid., p. 170.
Puesto sencillamente: cuanto más potente es la vida, cuanto más sana está y más capacidades de rendir tiene, entonces más produce, más energías se le pueden extraer y, en suma, puede ser más explotada. En el fondo yace una visión de la vida en general -tanto humana, como animal, vegetal o incluso de los minerales y de todo lo existente- como materia prima capaz de ser explotada; algo que ya está presente en el pensamiento de Martin Heidegger y Ernst Jünger que son un antecedente fundamental -y no siempre explicitado, ni siquiera por el propio Foucault- de toda esta parte de su pensamiento 2.
Pero una vez que llegamos aquí nos encontramos con la paradoja del paradigma biopolítico, que remite a por qué funciona tan bien. Aquí es, a mi entender, donde tenemos que insertar el intercambio de textos entre Agamben y Nancy, a saber: en una tensión entre “biopolítica” y “biopoder” que se encuentra presente al interior del propio pensamiento de Foucault. Señalemos entonces que si por una parte ese poder biopolítico busca incrementar las posibilidades de la vida para de ese modo poder explotarla en mayor medida, por otra parte, y al mismo tiempo, es la propia vida la que reclama ese incremento como un derecho que le pertenece: “Ironía del dispositivo: nos hace creer que en ello reside nuestra «liberación»” 3. Lo digo más sencillamente: es la vida misma la que pide que se le aplique toda una serie de medidas que la preserven y la incrementen -porque quiere vivir más, tener más potencia, más capacidades, en suma: porque no quiere morir-; y al mismo tiempo, como mencioné antes, el propio “bio-poder” tiene interés en que esas medidas se apliquen para poder explotar más a la vida.
Y contra este poder aún nuevo en el siglo XIX, las fuerzas que resisten se apoyaron en lo mismo que aquél invadía -es decir, en la vida del hombre en tanto que ser viviente. Desde el siglo pasado, las grandes luchas que ponen en tela de juicio el sistema general de poder ya no se hacen en nombre de un retorno a los antiguos derechos ni en función del sueño milenario de un ciclo de los tiempos y una edad de oro. Ya no se espera más al emperador de los pobres, ni el reino de los últimos días, ni siquiera el restablecimiento de justicias imaginadas como ancestrales; lo que se reivindica y sirve de objetivo, es la vida, entendida como necesidades fundamentales, esencia concreta del hombre, cumplimiento de sus virtualidades, plenitud de lo posible. Poco importa si se trata o no de utopía; tenemos ahí un proceso de lucha muy real; la vida como objeto político fue en cierto modo tomada al pie de la letra y vuelta contra el sistema que pretendía controlarla. […] El «derecho» a la vida, al cuerpo, a la salud, a la felicidad, a la satisfacción de las necesidades; el «derecho», más allá de todas las opresiones o «alienaciones», a encontrar lo que uno es y todo lo que uno puede ser […].
Ibid., pp. 175-176.
Puesto más concretamente, y volviendo a los textos de Agamben y Nancy, a mi entender está claro que el “estado de excepción” del que habla el primero, esto es, la suspensión de algunas libertades básicas que tiene lugar en estos días, es una forma de someter a la vida exponiéndola a la arbitrariedad del poder y eventualmente a la posibilidad de su muerte -al sacrificio de la oveja para preservar al rebaño-. Agamben, en ese sentido, tiene razón y como podemos ver en los videos que circulan estos días, más policías en la calle implica más abusos y violaciones de los derechos y garantías. Pero Agamben sabe -porque lo dice en mil lugares de su obra- que Nancy también tiene razón y que ese estado de excepción es una demanda de la propia vida, que pide y exige que se la ponga en riesgo -como lo pidió el propio cuerpo de Nancy a instancias de su transplante- para que se la preserve. O parafraseando esos carteles inquietantes que pueblan los comercios de nuestras ciudades: “Por su propia seguridad lo estamos poniendo en estado de excepción“.
En suma, señalemos lo siguiente: la dominación técnica de la vida, el incremento de sus potencialidades en vista al aumento indefinido de su explotación -en vista, pues, a su extenuamiento productivista-, se corresponde con una demanda y un interés de la propia vida, que quiere, legítimamente, ser “más sana”, “más fuerte”, “más productiva” -¿cuántas cosas podríamos estar haciendo durante esta cuarentena?- y, en última instancia, que no quiere morir. El “biopoder” -aunque haya alguna oscilación terminológica en la obra de Foucault posiblemente esta sea la palabra con la que se refiera a esa explotación de la vida- sólo funciona porque existe la “biopolítica” -es decir, porque la vida reclama su “derecho a ser incrementada”, su estado de excepción-.
En todo caso, no tengo ningún interés en sostener una posición conciliadora entre Agamben y Nancy -los que me conocen saben que no es una de mis características-, sino que sólo quiero resaltar la situación trágica e irresoluble en la que nos encontramos. Por favor, no me confundan: creo absolutamente necesario esta cuarentena, estas medidas sanitarias, este estado de excepción, pero al mismo tiempo veo el peligro implicado en esa “zona gris” que se abre entre una necesaria medida sanitaria y la militarización de la vida cotidiana. Creo entonces que esta situación excepcional no hace sino sacar a la luz el entramado trágico -subrayo esta palabra, ya que en eso consiste la tragedia: en la imposibilidad de encontrar una solución que satisfaga a todos-; el entramado trágico, decía, de ese paradigma biopolítico que rige nuestra vida en situación normal. A mi entender es Roberto Esposito quien expresa más claramente la estructura de ese entramado cuando dice que hoy -y este hoy debe ser leído con más peso que nunca- “la muerte de unos refuerza la vida de otros” 4.
En cualquier caso, no sabemos cómo será el día después. Es muy posible que ya no volvamos nunca más a la situación anterior. Quizás -“peligroso quizás”, dice Nietzsche. Al final de cuentas yo tampoco tengo la bola de cristal- este paso que estamos dando hacia el aumento en la digitalización de nuestras relaciones sociales y de trabajo no se retrotraiga completamente cuando todo vuelva a la “normalidad”.
Cierro entonces con una consideración más antes de dejarlos con unas citas del inicio de Bios de Esposito -si vuelvo a tener tiempo otro día me gustaría escribir sobre las ideas de individuo, contagio y comunidad; y, por qué no, sobre qué significa “tener tiempo”-. Si, como dije antes, la positividad del paradigma biopolítico incrementaba las potencialidades de la vida dando a luz el capitalismo, sin embargo, lo que vemos hoy en día me hace pensar que ese esquema está crujiendo. Pareciera ser que hemos llegado a un punto en el que, para seguir incrementando las potencialidades de la vida, se ha hecho necesario detener el capitalismo. Parar las máquinas 5. Noten esta peculiaridad. El capitalismo incrementa las posibilidades de la vida, pero tal vez haya llegado a su límite y a partir de ahora, para seguir defendiendo -y tal vez potenciando- a la vida sea necesario apagar al propio capitalismo. De ser así, sería la propia biopolítica la que estaría volviéndose contra el capitalismo.
Sin embargo, todavía es temprano para afirmarlo. El capitalismo aún no ha abandonado la batalla por su subsistencia, esto es, la batalla por ofrecerle a la vida la garantía de su supervivencia. Carl Schmitt dice que “protego ergo obligo es el cogito ergo sum del Estado” 6 y el capitalismo aún no ha abandonado la batalla por la proteccion de la vida -incluso por protegerla de sí misma, de sus mutaciones, transformaciones y virus-. Y si llega a lograrlo, si efectivamente logra volver a darnos ese mínimo de seguridad vital, entonces la vida volverá a deberle obediencia. Será entonces una obediencia más rígida que la de antes, aún más estrecha, más fiel a un capitalismo que se habrá sobrepuesto a lo que parecía ser su batalla final y de la que habría salido fortalecido. Todavía no es posible cantar el requiem al capital -¡no se adelanten muchaches!-, todavía es posible que la cura a esta enfermedad provenga de la misma globalización a la que esta cuarentena le quiere poner la lápida. Y entonces volveríamos a una normalidad todavía más normal que la anterior.
Les dejo entonces las citas de Esposito que les prometí.
Afganistán, noviembre de 2001. Dos meses después del ataque terrorista del 11 de septiembre, en los cielos de Afganistán se perfila una nueva forma de guerra «humanitaria». El adjetivo no se refiere, en este caso, a la intención del conflicto —como en Bosnia y en Kosovo, donde se pretendía defender a pueblos enteros de la amenaza de un genocidio étnico—, sino a su instrumento privilegiado: los bombardeos. Así, sobre el mismo territorio y al mismo tiempo, junto a bombas de alto poder destructivo se arrojan también víveres y medicinas. No debe perderse de vista el umbral que de este modo se atraviesa. El problema no reside únicamente en la dudosa legitimidad jurídica de guerras que, en nombre de derechos universales, se ajustan a la decisión arbitraria, o interesada, de quien tiene la fuerza para imponerlas y comandarlas; tampoco en la frecuente divergencia entre objetivos propuestos y resultados obtenidos. El oxímoron más punzante del bombardeo humanitario reside, antes bien, en la manifiesta superposición entre declarada defensa de la vida y efectiva producción de muerte. Ya las guerras del siglo XX nos habían acostumbrado a la inversión de la proporción entre víctimas militares —que antes superaban con mucho a las demás— y víctimas civiles, cuyo número es hoy ampliamente superior al de las primeras. Asimismo, las persecuciones raciales se basaron desde siempre en el presupuesto de que la muerte de unos refuerza la vida de los otros. Pero, justamente por ello, entre muerte y vida —entre vida que se debe destruir y vida que se debe salvar— persiste, e incluso se profundiza, el surco de una clara división. Este deslinde es el que tiende a borrarse en la lógica de los bombardeos destinados a matar y proteger a las mismas personas. La raíz de esta indistinción no ha de buscarse, como se suele hacer, en un cambio estructural de la guerra, sino más bien en la transformación, mucho más radical, de la idea subyacente de humanitas. Esta, considerada durante siglos como aquello que sitúa a los hombres por encima de la simple vida común a las otras especies, y cargada además, precisamente por ello, de valor político, no deja de adherirse cada vez más a su propia materia biológica. Pero, una vez consustanciada con su pura sustancia vital, esto es, apartada de toda forma jurídico-política, la humanidad del hombre queda necesariamente expuesta a aquello que puede a un tiempo salvarla y aniquilarla.
Rusia, octubre de 2002. Grupos especiales de la policía del Estado irrumpen en el Teatro Dubrovska de Moscú, donde un comando checheno tiene como rehenes a casi mil personas, y provocan, con un gas paralizante de efectos letales, la muerte de 128 rehenes y de casi todos los terroristas. El episodio, justificado e incluso tomado como modelo de firmeza por otros gobiernos, marca un paso más en la dirección antes comentada. Aunque en este caso no se utilizó el término «humanitario», no hay diferencia en la lógica subyacente: la muerte de decenas de personas es consecuencia de la voluntad misma de salvar a cuantas sea posible. Sin extendernos sobre otras circunstancias inquietantes, como el uso de gases prohibidos por los tratados internacionales, o la imposibilidad de contar de antemano con antídotos adecuados con tal de mantener en secreto su naturaleza, detengámonos en el punto que nos interesa: la muerte de los rehenes no fue un efecto indirecto y accidental de la acción de las fuerzas del orden, como puede suceder en estos casos. No fueron los chechenos, sorprendidos por el asalto de los policías, sino los propios policías quienes eliminaron a los rehenes sin más. Suele hablarse de especularidad entre los métodos de los terroristas y los de quienes los enfrentan. Ello puede ser explicable y, dentro de ciertos límites, hasta inevitable. Pero tal vez nunca se vio que agentes gubernativos cuyo cometido era salvar de una muerte posible a los rehenes, llevaran a cabo ellos mismos la matanza con que los terroristas se limitaban a amenazar. Varios factores —el empeño por desalentar esta clase de atentados, el mensaje a los chechenos de que su batalla está perdida sin esperanzas, el despliegue de un poder soberano en evidente crisis— incidieron en la decisión del presidente ruso. No obstante, hay algo más, algo que constituye su tácito presupuesto. El blitz en el Teatro Dubrovska no marca la retirada de la política ante la fuerza al desnudo, como también se dijo. Tampoco puede reducírselo al desvelamiento del vínculo originario entre política y mal. Es la expresión extrema que la política puede asumir cuando debe afrontar sin mediaciones la cuestión de la supervivencia de seres humanos suspendidos entre la vida y la muerte. Para mantenerlos con vida a toda costa, incluso puede tomar la decisión de precipitar su muerte.
R. Esposito, Bios. Biopolítica y filosofía, trad. Cario. R. Molinari Marioto, Bs. As.: Amorrortu, 2006,pp. 10-11.
- Cf. M. Foucault, Historia de la sexualidad. La voluntad de saber, trad. U. Guiñazú, México: Siglo XXI, 2007, p. 167
- Tampoco por Jorge Alemán, cuyo artículo tiene al menos dos oraciones decididamente heideggerianas: “Como si se revelara definitivamente que el Capitalismo y su técnica están impulsados por una fuerza, una presión estructural que ya no responde a ninguna necesidad humana. En este aspecto se podría confirmar que el capitalismo es la consumación de la metafísica”. Lean, por ejemplo, “La pregunta por la técnica”, “El peligro”, “Das Ge-Stell” o también “Superación de la metafísica” de Heidegger
- M. Foucault, Historia de la sexualidad. La voluntad de saber, op. cit., p. 194
- Cf. R. Esposito, Bios. Biopolítica y filosofía, trad. Cario. R. Molinari Marioto, Bs. As.: Amorrortu, 2006,p. 11
- “[…] es una buena costumbre de nuestro tiempo el que, para honrar a los muertos o para grabar en la conciencia un instante dotado de significación histórica, se mande, como por una orden suprema, parar el trabajo por algunos minutos. Pues ese movimiento es un símil, es una parábola de la más íntima de las fuerzas” E. Jünger, El trabajador. Dominio y figura, trad. A. Sánchez Pascual, Barcelona: Tusquets, 2003, p. 49.
- C. Schmitt, El concepto de lo político, trad. R. Agapito, Madrid: Alianza, 2018, p. 82