Aurora, que tiene el teléfono rojo que la comunica con el escritorio de Agamben -“Ciao, Aurora“-, me pasó este artículo. Aprovecho y también les dejo este otro de Preciado para seguir el hilo de lo que se está hablando en filosofía respecto a este virus con corona, monárquico, soberano, político y que nos hace perder la cabeza.
Aprovecho entonces para varias cosas. En primer lugar, les dejo una clase introductoria al pensamiento de Agamben que di el año pasado. Para eso, como siempre, tienen que ingresar aquí abajo la clave que les pasé por correo electrónico a los suscriptores al sitio web. Recuerden que suscribirse es gratuito y que pueden hacerlo en la parte superior de esta misma página.
[sdm_download id=”1240″ fancy=”1″ color=”pink”]
En segundo lugar, quería compartir algunas cosas que estuve pensando a raíz del artículo de Agamben. Y para eso quisiera empezar con el siguiente epígrafe de Walter Benjamin:
“Pues en la felicidad todo lo terrenal aspira a su ocaso, y sólo en la felicidad le está destinado hallar el ocaso…”
Walter Benjamin1
De alguna manera la hipótesis del artículo de Agamben es que la pandemia de coronavirus vino a responder a una necesidad nuestra. Hipótesis inmoral, podríamos decir -y algo sobre esta cuestión quisiera aclarar al final-, que culpa a la víctima. Cuidado Jorgito, no te pases de listo. Sin embargo, creo que tiene algo de razón.
Agamben sugiere que, como humanidad, estábamos necesitados de una catástrofe que conmoviera nuestra vida cotidiana, abriéndola a la posibilidad de que explote por los aires. Como humanidad, claro, y no como argentinos, porque nosotros ya hemos vuelto cotidiana la inminencia de la catástrofe -y aquí habría mucho que pensar respecto del especial orden político que nos toca-. Nosotros, los argentinos -y a diferencia de los alemanes y los suizos, que en esta deben estar peor- nos venimos preparando para la irrupción de lo incalculable -eso que en filosofía llamamos el “acontecimiento”- desde toda la vida y sentimos una especial fascinación ante el vértigo que proviene del abismo. Porque, como dice Nietzsche, “los abismos atraen”.
Pero digamos, entonces, que para Agamben esa necesidad de una catástrofe que sacuda radicalmente nuestra vida cotidiana haciéndola estallar, sería la expresión de una insatisfacción muy profunda, o dicho de otro modo, de que nuestra propia vida cotidiana se nos ha vuelto “intolerable”. Como una suerte de “pulsión de muerte” -¡un psicoanalista por ahí!- o una especie de goce ante la posibilidad de que todo se vaya a la mierda, para decirlo más sencillamente. Posibilidad de la catástrofe, de la inminencia del final, pero también posibilidad de que vuelva a emerger “lo histórico“: ¿no yace también algo liberador, y en ese sentido algo de “felicidad” en esa posibilidad que arrasa con todo, como pareciera insinuar el epígrafe de Benjamin? Busquen en esta entrevista que Joaquín Soler Serrano le hizo a Borges el momento en el que le dice “Pero maestro… ¡usted ya es inmortal!” y Borges le responde: “Vamos, hombre… ¡no hay que ser tan pesimista!“.
No nos olvidemos, entonces, que desde que este acontecimiento interrumpió nuestra normalidad, la cotidianidad se volvió histórica. Vivimos estos días -y que alguien se anime a desmentirlo- como si por fin algo estuviera pasando de verdad después de tanta rutina, de tanto sopor cotidiano. Vivimos estos días, estas horas, como históricas.
La pandemia sacó a la cotidianidad de su cotidianidad misma, hizo que la propia cotidianidad aparezca en su carácter extraordinario. Desde entonces el tiempo está “out of joint“, como dice Derridahamlet, “fuera de sus goznes”, “fuera de quicio”, “desquiciado”, “dislocado”, “alocado”, “verrückt” dice directamente Heidegger en los Seminarios de Zollikon que leemos con Aurora y otres muchaches: “loco“.
Pero no es que estos días sean históricos -días locos, desquiciados- por el hecho banal de que, si sobrevivimos, vayan a ser reseñados en libros de historia, sino más bien porque lo que se decide en este instante, lo que se decide en esta situación excepcional no es otra cosa que nuestro destino -y disculpen que me vuelva a poner heideggeriano-; destino que, como decía más arriba, los argentinos no hemos terminado de decidir nunca para gozar permanentemente de esa pulsión inagotable de muerte.
Se podría decir -y, de hecho, se dijo en el grupo de Whatsapp de los Seminarios de Zollikon. Tal vez haya sido yo- que hay algo muy “clasemediero” y burgués en esa pulsión de muerte; y, como sabemos, todo lo burgués y clasemediero es inmoral. Sobre todo en este contexto. Se trata de la inmoralidad de querer que todo explote cuando la carne de cañón es el otro.
Pero algo quiero decir, insisto, más adelante sobre este inmoralismo y esta carne de cañón, o más precisamente, sobre esta sangre que amenaza con correr. Pero para eso primero tengo que decir que acá, en esta fascinación ante la posibilidad de que todo estalle, explote, aparece, como en tantas partes de la obra de Agamben, la herencia de Walter Benjamin. Particularmente el texto de 1921 que lleva como título “Para una crítica de la violencia” y en cuyo trasfondo habita una lectura de Sorel, otra de Schmitt y, sobre todo –sobre todo-, de la “segunda epístola a los tesalonicenses” de (san) Pablo de Tarso, texto este último también fundamental para comprender la obra de Agamben -y casi todo lo demás en la vida. Aquí es donde me veo obligado a aclarar que no soy creyente, ni quiero evangelizar a nadie-. Pero por ahora me detengo sólo en Benjamin.
Meine Damen und Herren con ustedes…
En su texto sobre la violencia Benjamin hace referencia, entre tantas otras cosas que pueblan ese texto tan complejo, a la figura del “«gran» criminal”. Allí habla de “pensar cuántas veces la figura del «gran» criminal despierta sagrada admiración en el pueblo, pese a lo atroz que hayan sido sus fines. No se debe al hecho en sí, sino a la violencia de la que el pueblo es testigo”.2
¿En qué consiste entonces esta admiración y simpatía por el gran criminal? No apunta a lo que hizo el criminal -por sí mismo deleznable, horroroso, reprensible, monstruoso-, sino que se trata de una simpatía por lo que puede hacer, a saber: tensionar el orden jurídico. El “gran” criminal trae ante nuestros ojos una muestra homeopática de esa posibilidad de que el derecho vuele por los aires, y cuando digo “homeopática” no me refiero sólo a su carácter de miniatura, sino también al hecho de que es violencia contra violencia, o como diría Esposito: inmunización a través de lo mismo, vacuna.
En suma, digamos que la simpatía por el gran criminal, la fascinación horrorizada del pueblo ante los actos de un monstruo, el goce frente la pulsión popular de muerte, no es sino la fascinación y el goce ante la posibilidad de que todo se vaya al carajo. Se trata -y por eso subrayé las palabras “sagrada” y “violencia”- de un sacudón que proviene de lo que Benjamin denomina “violencia divina”.
Y es aquí donde debemos poner coto al inmoralismo de Benjamin y Agamben. Bien podríamos decirle a este último –un poco como hizo Nancy en su artículo-: “que no te toque a vos, Jorgito, porque te lo vamos a recordar. Cuando estés conectado al respirador nos vamos a acercar a tu oído para decirte que, en realidad, vos lo estabas pidiendo porque tenías una pulsión de muerte demasiado grande“. Pero no somos tan crueles, así que vamos a tratar de hacerte zafar de ésta.
A lo largo de su texto Benjamin distingue la “violencia divina” de la “violencia mítica”. Esta última es -disculpen lo estúpido de la expresión- una “violencia violenta”. Posta. Como la de las películas esas que miran ustedes: “Rambo” -que se quiere desinfectar una herida quemándola con un fósforo-, “Kill Bill” -sangre y más sangre- pero la más importante: “Depredador” –“si tiene sangre, lo podemos matar”-. Se trata, por lo tanto, de violencia sanguinaria, de violencia de Hollywood, de Crónica: “violencia de carne de cañón“. Benjamin, que evidentemente no miraba C5N por la mañana, es un poco más fino y la ejemplifica con el mito de Níobe3 Pero en todo caso, si la “violencia mítica” es sangrienta, la violencia divina, en cambio, “es letal sin derramar sangre. Como ejemplo de la violencia de Dios, el juicio a la banda de Coré sería antagónico al mito de Níobe” 4. A ver:
Números 16: 1-40. “Rompióse el suelo debajo de ellos, abrió la tierra su boca y se los tragó a ellos, sus casas y todos los partidarios de Coré con todo lo suyo. Vivos se precipitaron al abismo y los cubrió la tierra, siendo exterminados de en medio de la asamblea. Todo Israel que allí en torno se hallaba, al oír sus gritos, huyó por miedo de que se los tragase también la tierra”.
Ibid., p. 58, nota del traductor.
A diferencia del mito de Níobe, acá todo se va al carajo pero no corre una gota de sangre. Tranqui: no hay heridos.
Digamos entonces que la violencia tiene algo de fascinante y al mismo tiempo de inmoral. Nos gusta, pero no está del todo bien (?). Y nos gusta porque nos recuerda la posibilidad de que esto se termine: Michael Douglas en “Un día de furia”. Y parte de esa fascinación proviene de que nos devuelve nuestra propia cotidianidad, con sus rutinas, manoseos y con su luz grisácea como algo extraordinario. ¿No son extraordinarios estos días? ¿Y no es inmoral vivirlos con fascinación?
Una brisa mesiánica sopla por estos días, esa incertidumbre de que es inminente la llegada de algo completamente novedoso e inesperado -¿qué será? ¿qué será? ¡sorpresa!-. Pareciera ser que -como lo anunció Pablo, diciendo: no le den bola a esas cartas falsas que dicen que el final es inminente (y ahora resulta que algunos dicen que la carta falsa era en realidad la de Pablo, pero no quiero joderles el sueño)- el katechon, eso que aseguraba nuestra existencia manteniéndola en la normalidad y la cotidianidad -algunos piensan que se refería al Imperio romano, en cuya línea sucesoria se encuentra el Estado argentino-, se ha corrido. El katechon, lo que aseguraba el tiempo, las cosas y la vida, volviendo todo normalmente cotidiano, se corrió -también en el sentido en el que lo entienden nuestros hermanos españoles- y ese katechon era -todavía es hoy- el capitalismo.
A ver, vuelvo que me quedó un poco larga la oración anterior. El katechon, eso que hasta aquí daba normalidad y seguridad a nuestra cotidianidad se está yendo -chau chau chau-. Y ahora, por ende, no sabemos bien qué puede pasar. Se abrió, otra vez, la caja de Pandora, porque al final de cuentas todos estos temas cristianos ya están en Grecia –bendito seas Platón-.
En cualquier caso, no tenemos que perder de vista que esta es la primera pandemia que aparece como resultado del capitalismo, por no decir -que es lo que creo en el fondo- la primera pandemia propiamente dicha. Y digo esto porque la causa de que el virus se haya expandido por todo el globo es el capitalismo y por eso la única manera que se nos ha ocurrido para detener su expansión es bajando los aviones, cerrando las fronteras, parando las fábricas y, en síntesis, apagándolo.
Lo digo de vuelta: este freno a la economía sólo se explica porque el capitalismo es la causa de la pandemia. El carácter pan-démico es un efecto del capitalismo y sobre todo de esa construcción global del espacio terrestre que apareció como resultado de las dos guerras mundiales -el nuevo nomos de la tierra, dice Schmitt-. Recordemos, pues, que antes de ellas el espacio terrestre era nacional, regional o incluso estatal; y ahí adentro hubiera quedado la epidemia. Ahora su límite es el planeta mismo. Y eso sólo por ahora.
Pero tampoco tenemos que perder de vista que el producto mejor logrado del capitalismo somos nosotros: los individuos. El capitalismo produce bienes, mercancías y entre ellas se destaca el individuo. Esa es la mercancía que esta pandemia pone más seriamente en cuestión, tanto con la suspensión de derechos individuales, como con la necesidad de darle una respuesta solidaria y comunitaria. Ahí está la cuña que esta pandemia le mete al capitalismo, a saber: en hacer de la máxima individuación, el aislamiento, una estrategia de acción colectiva. Aislémonos, individuémonos de manera coordinada, movámonos en conjunto para detener la cotidianidad hasta que explote, como en esa “huelga proletaria” de la que habla Benjamin en el texto sobre la violencia.
Mientras que la primera forma de paro [la huelga general política] es violencia, porque sólo motiva una modificación externa de las condiciones de trabajo, la segunda es no violenta, en tanto medio puro. Pues ella no se dispone a reanudar la actividad laboral luego de concesiones superficiales y vagas modificaciones de las condiciones laborales, sino que resuelve sólo retomar un trabajo totalmente distinto al anterior, uno no impuesto porel Estado. Se trata de una subversión que este tipo de huelga no genera, pero que sí lleva a cabo. Por eso, el primero de estos procesos es fundador de derecho; el segundo, en cambio, es anarquista.
Ibid., p. 51
Anoche, en ese minuto exacto antes de conciliar el sueño, pensaba: ¿volveremos a tomar el subte luego de esta cuarentena? ¿Volveré a tomar exámenes orales, cara a cara, escupiéndonos uno a otro de la emoción? ¿Terminará algún día esta cuarentena? ¿Habrán “pequeñas modificaciones” o todo será totalmente distinto a como era antes? ¿Tendré que explicarle a mi hijo que “esto no es normal” o será al revés: será el quien algún día me dirá que lo anterior no lo era?
En suma, cuarentena general revolucionaria hasta que caiga el capitalismo. Otra vez: inmoral. Si en esta cuarentena el individuo muerde la mano capitalista que le da de comer, entonces: ¿De donde comemos mientras tanto? (Ahora parece que los chinos están cerrando. Y si los chinos cierran… ¿qué más puede quedar abierto?). Y sobre todo, ¿quién será la carne de cañón? Problema de la carne. Y de la sangre derramada (problema también de los mosquitos: Dengue).
Sin embargo, antes decíamos que la letalidad de esta violencia divina no derramaba sangre. No mata un mosquito. Se trataría, si es que eso es posible, de una revolución sin sangre derramada. Es como si dijéramos: por favor, que todo explote por los aires, no soportamos más esta cárcel que se ha vuelto nuestra cotidianidad pero eso sí: que nadie salga lastimado. O por lo menos que todo vuele por los aires con la menor violencia mítica posible (y esto lo pongo en itálicas, pero no en negrita). Allí habría un límite a la inmoralidad: que todo explote pero sin sangre. Que el capitalismo vuele por los aires y que la vida viva: biopolítica sin biopoder ni biocracia, sin capitalismo. ¿Será posible eso? Que el derecho, el orden jurídico y también el orden concreto, metafísico, estallen, mientras la vida permanece indemne. O aún más: que sólo allí, una vez que la vida se ha quitado de encima el lastre de su sometimiento político y policial, económico y moral, teológico y médico, en suma, el lastre de su cotidianidad ensombrecida, que recién allí, decía, la vida llegue a vivir.
Por último, una breve tanda publicitaria.
Actualmente estoy proponiendo dos cursos a distancia, al margen de los que tengo permanentemente y que han devenido digitales.
Uno empieza este miércoles, para aquellos que quieren tomarse un respiro de tanto virus. Otro, en cambio, está pensado para los que quieren indagar más en él. Les dejo esta última propuesta para que la miren.
Curso a distancia: “Coronavirus: estado de excepción biológico”
Tal vez la Tercera Guerra Mundial no sea militar, ni tampoco económica, sino biológica, o más específicamente: biopolítica. Quizás un estado de excepción generalizado suspenda el derecho normal y las libertades individuales en nombre de la vida. Así, pondrá en suspenso eso mismo que salvará, habilitará el peligro del totalitarismo para asegurar la vida o aún más: tal vez haga una defensa totalitaria de la vida. Vivir a cualquier precio.
En un contexto de incertidumbre en el que el planeta pone en movimiento toda su infraestructura militar y de salud para controlar y proteger a la vida -y sobre todo para protegerla de ella misma: de sus mutaciones y transformaciones, en suma, de su propia naturaleza-, en el presente curso nos proponemos analizar la cuestión del estado de excepción y su vínculo insoslayable con el paradigma biopolítico, tal y como éste fue pensado por Michel Foucault, Giorgio Agamben, Jean-Luc Nancy y Roberto Esposito.
“La tradición de los oprimidos nos enseña que el estado de excepción en el que vivimos se ha vuelto regla” .
Walter Benjamin, Sobre el concepto de historia, Tesis VIII.
-CLASE 1: Foucault: biopoder y biopolítica.
-CLASE 2: Agamben: el homo sacer.
-CLASE 3: Nancy: el intruso.
-CLASE 4: Esposito: la inmunización y la bio-tánatopolítica.
Modalidad del curso: a distancia
– Una reunión semanal de al menos una hora y media por video conferencia.
– Bibliografía en formato digital.
– Grabaciones de cada clase como respaldo y archivo del curso.
– Fácil de acceder: sólo es necesario hacer click en un vínculo que se envía por correo electrónico.
– Descuentos a estudiantes, jubilados y alumnos de otros talleres.
Para consultas e inscripciones escribime por acá.
- W. Benjamin, “Fragmento teológico-político”, en: Estética y política, trad. T. J. Bartoletti y J. Fava, Bs. As.: Las cuarenta, 29009, p. 64.
- Ibid., p. 39.
- “En la mitología griega, Níobe (Νιόβη) era hija de Tántalo y esposa de Anfión, rey de Tebas. Tuvo, con su esposo, numerosos hijos. De ello se vanagloriaba ante Leto, quien sólo había tenido dos hijos, Apolo y Artemisa. Como Níobe se burlaba de Leto por creerse más digna que ella para recibir tributos, Apolo y Artemisa, por venganza, mataron a sus hijos. El dolor de Níobe por el asesinato de sus hijos la inmovilizó hasta convertirse en piedra. Según una versión, la piedra fue trasladada hasta el monte Sípilo en Lidia y caen lágrimas de ella. Otra versión cuenta que huyo a Lidia por sus medios y que las lágrimas formaron el río Aqueloo”. Ibid., p. 54, nota del traductor.
- Ibid., p. 58.