Platón entrevió el peligro que provenía de las imágenes. Las imágenes copian, alteran, multiplican y, sobre todo, manipulan. La realidad se escinde entonces entre un original y su copia. Pero ésta tiene una peculiar fuerza seductora que a veces logra confundirnos, haciéndonos creer que ella misma es el original. Vemos entonces la televisión y creemos estar en contacto con las cosas mismas, con la realidad. Es necesario entonces poner un límite a la imagen. Restringirla, enmarcarla. Ponerle una barrera, gobernarla y eventualmente censurarla. Expulsar a la imagen para preservar la realidad.
Sin embargo, la imagen siempre retorna. Y para peor: retorna reforzada, tragándose todo, haciéndolo imagen. Para el sujeto moderno -ese sujeto moderno postulado por Descartes y que en gran medida persiste todavía en nosotros- la realidad se ha vuelto copia, representación para una conciencia.
El original se volvió él mismo imagen. Real es ahora lo que las cosas tienen de imagen, lo que en ellas puede ser reducido a la imagen. La realidad se volvió entonces fotografiable y filmable y sólo posteriormente apareció el cine, y vinieron las pantallas, y nosotros mismos nos fuimos volviendo imagen. Imágenes de nosotros mismos. Copias, sólo reales en nuestro ser-imagen.
Los invito este lunes a transitar por el ser-imagen de las cosas y a preguntarnos qué queda de real cuando todo ha devenido imagen.