Un día mi carrera en el CONICET llegó a su final. Me lo avisaron por mail. Según leí en los diarios, mi módico sueldo se había vuelto indispensable para pagar las leliqs que honestos inversores extranjeros habían comprado para expresar su confianza en el futuro del país. Así que allá se iban mi pasado y mi futuro, tantos años de esfuerzo por la canaleta de los fondos buitre.
Ese día me pregunté qué habría afuera. Sentí pánico de tener que volver a poner mis pies en el mundo exterior, salir de mi habitación, de mi libro en alemán, del punto y coma que en el parágrafo 7 de Ser y tiempo había ocupado mi vida hasta entonces.
Pero fue así. Cuando me dijeron que iba a tener que salir al desierto de la vida real me angustié. Salir del cascarón, del refugio en la universidad, del sueldo el primer día del mes y la vida de filisteo: ¿qué podía haber allí afuera?
[…] en lo que es en esencia el hombre de ciencia […] se da una auténtica paradoja: se comporta como el más fatuo de los holgazanes de fortuna: como si la existencia no fuese para él una cosa atroz y peligrosa, sino una propiedad firme garantizada por toda la eternidad. Le parece lícito derrochar una vida en cuestiones cuya solución en el fondo sólo podría ser importante para quien tuviera asegurada la eternidad. En él, heredero de unas pocas horas, clavan su mirada, rodeándole, los abismos más espantosos, y cada paso que dé le hará recordar: ¿Para qué? ¿Adónde? ¿De dónde? […]
Friedrich Nietzsche, Consideraciones Intempestivas I, trad. J. B. Llinares, Madrid: Tecnos, 2011, p. 670.
Pues bien, Pascal viene a opinar que, si los hombres se dedican tan diligentemente a sus asuntos y a sus ciencias, es para huir así de las preguntas más importantes con las que la soledad y el verdadero ocio les acosarían, las preguntas por el porqué, el de dónde y el adónde.
Y, sin embargo, hoy no volvería por nada del mundo -lo sé, la frase es trillada pero no por eso menos verdadera-. De golpe me encontré con gente amable, simpática, culta y sin otra pretensión que la de redimir sus propias vidas a través de la filosofía y además… de hacerlo en vida. Con un compromiso profundo y vital: al final éramos muchos a los que en la filosofía se nos jugaba la vida. O al menos esa vida que es la que vale la pena vivir, no la de la mera fisiología, las células y el metabolismo, sino la del arte, las experiencias singulares e irrepetibles, el pensamiento, la política, el amor y la religión. Esa vida que se condensa toda en la filosofía, vida que es un diálogo entre las musas, vida musical.
A algunos los conocía de antes, otros me encontraron buscando en google. Pero, llamativamente y contra todo presagio, la pandemia nos acercó. Pese a la distancia geográfica y el aislamiento -no sólo el de la pandemia, sino el de la vida cotidiana- compartimos inquietudes de la intimidad, preocupaciones, curiosidades, intereses y, sobre todo, pasiones.
Hoy, a pocos días de que hagamos borrón y cuenta nueva, de que brindemos por esas dos o tres únicas cosas importantes y nos relajemos por un rato antes de que el sol y las estrellas empiecen a girar en sentido contrario y la vida se repita una vez más, les escribo este texto para agradecerles.
Cuando damos gracias, las damos por algo. Y damos las gracias por algo en cuanto las dirigimos a aquel a quien hemos de rendir gratitud. No tenemos desde nosotros mismos aquello por lo que hemos de dar las gracias. Eso nos ha sido dado. Recibimos muchos dones y de tipos muy diversos. Pero el don supremo y propiamente duradero a nosotros sigue siendo nuestra esencia, con la que estamos dotados de tal manera que, en virtud de ese don, seamos por primera
vez los que somos. Por eso hemos de agradecer este dote antes que nada y en forma incesante.
Ahora bien, lo que se nos ha concedido en el sentido de este dote es el pensamiento. Como pensamiento está confiado a lo que da que pensar. Lo que de suyo da que pensar una y otra vez es lo más merecedor de pensarse. Y en ello descansa el dote auténtico de nuestra esencia, por el que hemos de rendir gratitud.Pero ¿cómo podríamos agradecer más adecuadamente este dote, el de pensar lo más merecedor de pensarse, que pensando lo más digno de ser pensado? ¿No sería así el pensamiento la suprema gratitud? ¿Y no habría de cifrarse la más profunda ingratitud en el hecho de quedarse sin pensar?
Martin Heidegger, ¿Qué significa pensar?, trad. R. Gabás, Madrid: Trotta, 2005, p. 132.
Gracias por haberme ofrecido su acompañamiento en este año interminable. Para mí fue importante saber que andaban por ahí, del otro lado, transmitiéndome la seguridad de que, como piloto de esta nave, puedo llevarla en la dirección que considere conveniente porque ustedes me van a acompañar.
Tengan entonces un feliz fin de año. Digieran todo lo que vimos, lo que leímos y conversamos. Veámonos pronto. Si miran bien, acá encontrarán mi lista de deseos para el año que viene.