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Siempre nos habla el acontecimiento, lo insólito, lo extraordinario: cinco columnas en la tapa, grandes titulares. Los trenes sólo empiezan a existir cuando descarrilan, y cuantos más viajeros muertos, más existen los trenes; los aviones sólo acceden a la existencia cuando son desviados; los autos tienen por único destino chocar contra los plátanos: cincuenta y dos fines de semana por año, cincuenta y dos balances: ¡tantos muertos y tanto mejor para la información si las cifras no cesan de aumentar! Es necesario que detrás de un acontecimiento haya un escándalo, una fisura, un peligro, como si la vida solamente debiera revelarse a través de lo espectacular; como si lo significativo fuera siempre lo anormal: cataclismos naturales o conmociones históricas, conflictos sociales, escándalos políticos.
En nuestra precipitación por medir lo histórico, lo significativo, lo revelador, dejamos de lado lo esencial: el escándalo no es el grisú sino el trabajo en las minas. Los “malestares sociales” no son “preocupantes” en períodos de huelga, son intolerables veinticuatro horas por día, trescientos sesenta y cinco días al año.
Los maremotos, las erupciones volcánicas, las torres que se derrumban, los incendios forestales, los túneles que se desmoronan… ¡Terrible! ¡Monstruoso! ¡Escandaloso! Pero… ¿adónde está el verdadero escándalo?
Los diarios hablan de todo, salvo de lo diario. Lo que pasa realmente, lo que vivimos, el resto… ¿Cómo dar cuenta de lo que ocurre y vuelve a ocurrir cada día, lo banal, lo cotidiano, lo evidente, lo común, lo ordinario, el ruido de fondo, lo habitual? ¿Cómo indagar en eso? ¿Cómo describirlo?
Interrogar lo habitual. Justamente estamos habituados a eso. No lo interrogamos, no nos interroga, no parece constituir un problema; vivimos sin pensar en ello, como si no transmitiera preguntas o respuestas, como si no fuera portador de ninguna información. Ni siquiera es condicionamiento, es anestesia. Dormimos nuestra vida con un sueño sin sueños. ¿Adónde está nuestra vida, nuestro cuerpo, nuestro espacio?
Cómo hablar de esas “cosas comunes”. Más bien cómo acorralarlas, cómo hacerlas salir, arrancándolas de la corriente en la que permanecen sumergidas; cómo darles un sentido, una lengua, para que hablen finalmente de lo que existe y somos.
Quizá se trate de fundar finalmente nuestra propia antropología: la que va a hablar de nosotros, la que va a buscar en nosotros lo que durante tanto tiempo nosotros saqueamos en los demás. Ya no lo exótico sino lo endótico.
Interrogar lo que parece tan normal, que ya hemos olvidado su origen. Volver a encontrar algo de la sorpresa que podía experimentar Julio Verne o sus lectores frente a un aparato capaz de reproducir y transportar sonidos. Porque tanto esa como otras sorpresas han existido, y fueron las que nos modelaron.
Lo que se trata es de indagar en el ladrillo, el hormigón, el vidrio, nuestros modales en la mesa, nuestros utensilios, nuestros horarios, nuestros ritmos. Interrogar lo que para siempre parece haber cesado de sorprendernos. Claro que vivimos, claro que respiramos; caminamos, abrimos puertas, bajamos escaleras, nos sentamos a una mesa para comer, nos acostamos en una cama para dormir. ¿Cómo, dónde, cuándo, por qué?
Describa su calle. Describa otra. Compare.
Haga el inventario de sus bolsillos, de su bolso. Interróguese acerca del origen, el uso y el futuro de los objetos que saca de ahí.
Interrogue a sus cucharitas.
¿Qué hay debajo de su empapelado?
¿Cuántos gestos son necesarios para marcar un número telefónico?
¿Por qué no se venden cigarrillos en los almacenes? ¿Por qué no?
Poco me importa que estas preguntas sean, aquí, fragmentarias, apenas indicativas de un método, a lo sumo un proyecto. Me importa mucho más que parezcan triviales y fútiles: eso es lo que, precisamente, las vuelve tanto más esenciales que otras a través de las cuales hemos intentado vanamente captar la verdad.