Pero el rostro en cuanto rostro es la desnudez -y el desnudamiento-«del pobre, de la viuda, del huérfano, del extranjero», y su expresión indica el «no matarás».
Emmanuel Levinas, Totalidad e infinito, trad. D. E. Guillot, Salamanca: Sígueme, 2002, p. 9
Por favor discúlpenme, se los ruego, que comparta con ustedes las cosas que me inquietan. En alguna parte Derrida dice que antes de hablar hay que pedir disculpas por romper el silencio, por imponerse con la voz -o con la letra- dando a entender que se tiene algo importante para decir. Así que, otra vez, perdón. Disculpas. No tengo nada importante que decir.
Tengo un solo recuerdo de la gripe aviar, de hecho tengo pocos recuerdos de esa época en la que tenía poco contacto con el mundo (a decir verdad, tampoco estoy seguro que fuera la gripe aviar o la porcina). Recuerdo estar yendo en el subte A a mi clase de alemán en el Laboratorio de Idiomas en el centro, en los viejos vagones de madera, levantar la cabeza y ver a alguien con un barbijo. Recuerdo también el impacto, la sorpresa, la incredulidad y la inquietud que sentí.
Desde hace unos días escucho por allí, leo por allá, que declararían -siempre en condicional- la obligatoriedad de usar barbijos para salir a la calle y vuelvo a recordarlo. Leo también este diario de un médico en París, que el 29 de marzo escribe:
Es duro decirlo, pero no es fácil encariñarse con los pacientes ahora. Todos se parecen.
Pagina 12, El diario de un médico francés en guerra contra el coronavirus
Antes, algunos pacientes no tenían asistencia respiratoria y podíamos hablar con ellos. En el caso de los sedados, estaban las familias que nos hablaban de su vida. Los allegados también colocaban fotos en sus habitaciones.
Eso ya no existe.
Leo esto y pienso, no dejo de pensar, en dos enemigos íntimos. Por una parte Levinas: la desnudez del rostro como epifanía del Otro. El rostro expresa la trascendencia del Otro y, al mismo tiempo, su fragilidad, su mortalidad. Ese rostro me dice “no matarás”. Es el rostro desnudado “del pobre, de la viuda, del huérfano, del extranjero”; deberíamos agregar: del enfermo, del moribundo que tapado tras mascarillas y barbijos se vuelve indiferenciado, duro, alguien con quien es difícil de encariñarse, como dice el médico francés.
(Entre paréntesis: podríamos decir que a diferencia de Levinas, Paul B. Preciado encuentra la otredad en el culo, pero eso es otra cuestión). Y pienso también en Jünger -por quien Levinas no tenía ninguna simpatía, vale aclarar-, y su descripción de cómo en un determinado momento histórico -¡el texto es de 1932!- el rostro fue convirtiéndose en máscara.
No es casual, dicho sea de pasada, el papel que desde hace poco tiempo está empezando a desempeñar otra vez la máscara en la vida diaria. Aparece de múltiples maneras en sitios donde está abriéndose paso el carácter especial del trabajo, bien como máscara antigás con que se pretende equipar a poblaciones enteras, bien como máscara para el rostro en los deportes y en las grandes velocidades, como las que llevan puestas todos los corredores de automóviles, bien, en fin, como máscara de protección cuando se trabaja en espacios amenazados por radiaciones o emanaciones tóxicas. Cabe sospechar que a la máscara le incumbirán todavía unas tareas enteramente diferentes de las que hoy podemos vislumbrar -por ejemplo, en conexión con una evolución dentro de la cual la fotografía está adquiriendo el rango de un arma política decisiva.
Ernst Jünger, El trabajador. Dominio y figura, trad. A. Sánchez Pascual, Barcelona: Tusquets, 1990, p. 118
Sin embargo, tal vez los barbijos no lleguen a taparlo todo.
Los ojos atraviesan la máscara, el indisimulable lenguaje de los ojos.
E. Levinas, Totalidad e infinito, p. 90.
En fin, perdón de nuevo. Vuelvo a mi silencio.