Ayer, en nuestra lectura de Ser y Tiempo de los lunes planteamos, una vez más, que el “yo” no es ningún fundamento -ninguna sustancia, entendida como “aquello que no ha menester de otra cosa para ser“1-, tal y como sostiene la modernidad cartesiana. Por el contrario, el “yo” está antecedido por el otro, a él sólo se llega volviendo de nuestra alienación primaria en el mundo, en un retorno que nunca puede ser total ni completo. Así pues, el otro está siempre antes que el yo, sin que pueda ser escindido de éste.
A este vínculo ontológicamente originario con el otro Heidegger lo denomina “ser-con” [Mitsein]. Levinas, más gráficamente, sostiene que el yo es rehén del otro. Ello implica replantear lo que entendemos por responsabilidad. Ya no se trata entonces de ser responsable de las acciones libres de un “yo” y sólo de ellas, sino de hacerse responsable de la presencia de ese “yo” mismo haciéndose cargo de la alteridad que lo funda. Hacerse cargo del otro en mí, de lo que no pude elegir libremente porque me precede y a la vez me constituye.
A partir de la responsabilidad siempre más antigua que el conatus de la sustancia, más antigua que el comienzo y el principio, a partir de lo an-árquico, el yo vuelto a sí, responsable del Otro -es decir rehén de todos- es decir sustituto de todos por su no intercambiabilidad misma – rehén de todos los otros que precisamente otros no pertenecen al mismo género que el yo, porque soy responsable de ellos sin preocuparme de su responsabilidad con respecto a mí porque, aún de ella, soy, al fin de cuentas y desde el comienzo, responsable -el yo, yo soy hombre que soporta el universo, “pleno de todas las cosas”. Responsabilidad o decir anterior al ser y al ente, que no se dice en categorías ontológicas. El antihumanismo moderno no tiene tal vez razón para no encontrar en el hombre, perdido en la historia y en el orden, la huella de ese decir pre-histórico y an-árquico.
Emmanuel Levinas, Humanismo del otro hombre, trad. Daniel Enrique Guillot, México: Siglo XXI, 1974, pp. 110-111
El hombre libre está consagrado al prójimo, nadie puede salvarse sin los otros. El dominio reservado del alma no se cierra desde el interior. Pues el Eterno “cerró la puerta detrás de Noé”, nos dice con admirable precisión un texto del Génesis. ¿Cómo se cerraría en la hora en que la humanidad perezca? ¿Hay horas en que el diluvio no amenaza? He aquí la interioridad imposible que desorienta y reorienta las ciencias humanas de nuestros días: imposibilidad que no aprendemos ni por la metafísica, ni por el fin de la metafísica. Distancia entre el yo y el sí mismo, recurrencia imposible, identidad imposible. Nadie puede quedarse en sí mismo: la humanidad del hombre, la subjetividad, es una responsabilidad por los otros, una vulnerabilidad extrema. La vuelta a sí mismo se convierte en rodeo interminable. Anterior a la conciencia y a la elección -antes que la creatura se reúna en presente y representación para hacerse esencia- el hombre se aproxima al hombre. Está formado de responsabilidades. Por ellas, desgarra la esencia. No se trata de un sujeto que asume responsabilidades o se evade de las responsabilidades, de un sujeto constituido, puesto en sí y para sí como una libre identidad. Se trata de la subjetividad del sujeto, no de su no-indiferencia con respecto al otro en la responsabilidad ilimitada -porque no se mide por compromisos- y a la que me remiten asunción y rechazo de responsabilidades. Se trata de la responsabilidad por los otros hacia los que se desvía el movimiento de la recurrencia, en las “entrañas conmovida” de la subjetividad que desgarra.
Extranjero para sí, obsesionado por los otros, in-quieto, el Yo es rehén, rehén en la recurrencia misma de un yo que no cesa de fallarse a sí mismo. Pero de este modo, siempre más próximo a los otros, más obligado, agravando su fracaso ante sí mismo.
Emmanuel Levinas, Humanismo del otro hombre, trad. Daniel Enrique Guillot, México: Siglo XXI, 1974, pp. 130-131
Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y solo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro.
No sé cuál de los dos escribe esta página.
Jorge L. Borges, “Borges y yo” [El hacedor], en: Obras completas, Bs. As.: Emecé, 1984, p. 808.