Cartel del curso sobre el habla y la escucha en Heidegger.

Seguimos indagando en esa “voz del amigo” que habita en el habla. En nuestra clase de hoy sobre el habla y la escucha abordaremos la distinción amigo-enemigo a través de los siguientes textos. Se los dejo aquí para que los tengan a mano.

¿Qué quiere decir discrepancia? La discrepancia es la separación de dos que están desunidos. Pero la separación no constituye aún una discrepancia. Para referirnos a la separación que se abre entre dos rocas prominentes, hablamos de una hendidura [Felsspalt], pero las rocas no están en discrepancia [Zwiespalt] y no pueden nunca estarlo; para ello sería necesario que se relacionasen una con otra, y que lo hicieran desde sí mismas. Sólo lo que se relaciona con otro puede oponérsele. Pero tampoco la oposición es aún una discrepancia. La oposición supone, en efecto, que uno esté relacionado con otro, es decir que haya un acuerdo en algún respecto. Una auténtica oposición política —no una simple querella— sólo se da cuando se aspira al orden político de lo mismo; sólo a partir de allí pueden diverger los caminos, los fines y los principios. En la oposición reina siempre en un respecto el acuerdo, en otro la diferencia. En cambio, aquello que en el mismo respecto en el que concuerda también diverge cae en la discrepancia. Aquí la contraposición surge de la divergencia de lo que converge, de manera tal que en su separación alcanza precisamente su mayor copertenencia. […]
Sólo hay discrepancia cuando los que se escinden tienen que divergir desde y a través de la unidad de su copertenencia.

M. Heidegger, Nietzsche I, trad. J. L. Vermal, Destino: Barcelona, 2000, pp. 180 y 204.

Pues bien, la distinción política específica, aquella a la que pueden reconducirse todas las acciones y motivos políticos, es la distinción de amigo y enemigo. Lo que ésta proporciona no es desde luego una definición exhaustiva de lo político, ni una descripción de su contenido, pero sí una determinación de su concepto en el sentido de un criterio. En la medida en que no deriva de otros criterios, esa distinción se corresponde en el dominio de lo político con los criterios relativamente autónomos que proporcionan distinciones como la del bien y el mal en lo moral, la de la belleza y la fealdad en lo estético, etc. Es desde luego una distinción autónoma, pero no en el sentido de definir por sí misma un nuevo campo de la realidad, sino en el sentido de que ni se funda en una o varias de esas otras distinciones ni se la puede reconducir a ellas.
Si la distinción entre el bien y el mal no puede ser identificada sin más con las de belleza y fealdad, o beneficio y perjuicio, ni ser reducida a ellas de una manera directa, mucho menos debe poder confundirse la oposición amigo-enemigo con aquéllas. El sentido de la distinción amigo-enemigo es marcar el grado máximo de intensidad de una unión o separación, de una asociación o disociación. Y este criterio puede sostenerse tanto en la teoría como en la práctica sin necesidad de aplicar simultáneamente todas aquellas otras distinciones morales, estéticas, económicas y demás. El enemigo político no necesita ser moralmente malo, ni estéticamente feo; no hace falta que se erija en competidor económico, e incluso puede tener sus ventajas hacer negocios con él. Simplemente es el otro, el extraño, y para determinar su esencia basta con que sea existencialmente disitnto y extraño en un sentido particularmente intensivo. En último extremo pueden producirse conflictos con él que no puedan resolverse ni desde alguna normativa general previa ni en virtud del juicio o sentencia de un tercero «no afectado» o «imparcial»”.

C. Schmitt, El concepto de lo político, trad. R. Agapito, Alianza: Madrid, 2018, pp. 59-60.C. Schmitt, El concepto de lo político,

De los amigos. Sólo medita por una vez para ti mismo cuán diversos son los sentimientos, cuán divididas están las opiniones, aun entre los conocidos más íntimos; cómo incluso opiniones idénticas tienen en las cabezas de tus amigos un lugar o una intensidad enteramente diferentes que en la tuya; cuantísimas veces se presenta el pretexto para el malentendido, para la divergencia hostil. Después de todo ello, te dirás: ¡qué inseguro es el terreno sobre el que descansan todas nuestras alianzas y amistades, qué cerca están los chaparrones o el mal tiempo, qué aislado está todo hombre! Si alguien comprende esto y además que todas las opiniones y su índole e intensidad son entre sus semejantes tan necesarias e irresponsables como sus acciones, si se percata de esta necesidad interna de las opiniones a partir de la inextricable imbricación de carácter, ocupación, talento, entorno, tal vez se libre entonces de la amargura e incisividad de ese sentimiento con que aquel sabio exclamó: «¡Amigos, no hay amigos!». Más bien se confesará: sí hay amigos, pero es el error, la ilusión acerca de ti lo que los ha conducido a ti; y deben haber aprendido a callar para seguir siendo amigos tuyos; pues casi siempre tales relaciones humanas estriban en que nunca se digan, ni siquiera se rocen, cierto par de cosas; pero en cuanto estas piedrecitas echan a rodar, la amistad va detrás y se rompe. ¿Hay hombres que no resultaran mortalmente heridos si se enterasen de lo que sus más íntimos amigos saben de ellos en el fondo? Al aprender a conocernos a nosotros mismos y a considerar nuestro mismo ser como una esfera cambiante de opiniones y disposiciones y, por tanto, a menospreciarlo un poco, restablecemos nuestro equilibrio con los demás. Es verdad que tenemos buenas razones para despreciar a cada uno de nuestros conocidos, aunque sean los más grandes; pero igual de buenas para volver este sentimiento contra nosotros mismos. Y así, soportémonos unos a otros, ya que nos soportamos a nosotros; y tal vez le llegue a cada cual algún día también la hora jubilosa en que diga:

«¡Amigos, no hay amigos!» exclamó el sabio moribundo,

«¡Enemigos, no hay enemigos!», exclamo yo, el necio viviente.

F. Nietzsche, Humano, demasiado humano, trad. Al. Brotons Muñoz, Akal: Madrid, 2001, pp. 199-200.

La humanidad como tal no puede hacer una guerra, pues carece de enemigo, al menos sobre este planeta. El concepto de la humanidad excluye el del enemigo, pues ni siquiera el enemigo deja de ser hombre, de modo que no hay aquí ninguna distinción específica. El que se hagan guerras en nombre de la humanidad no refuta esta verdad elemental, sino que posee meramente un sentido político particularmente intenso. Cuando un Estado combate a su enemigo político en nombre de la humanidad, no se trata de una guerra de la humanidad sino de una guerra en la que un determinado Estado pretende apropiarse un concepto universal frente a su adversario, con el fin de identificarse con él (a costa del adversario), del mismo modo que se puede hacer un mal uso de la paz, el progreso, la civilización con el fin de reivindicarlos para uno mismo negándoselos al enemigo. «La humanidad» resulta ser un instrumento de lo más útil para las expansiones imperialistas, y en su forma ético-humanitaria constituye un vehículo específico del imperialismo económico. Aquí se podría, con una modificación muy plausible, aplicar una fórmula acuñada por Proudhon: el que dice humanidad está intentando engañar. Aducir el nombre de la «humanidad», apelar a la humanidad, confiscar este término, habida cuenta de que tal excelso nombre no puede ser pronunciado sin determinadas consecuencias, sólo puede poner de manifiesto la aterradora pretensión de negar al enemigo la calidad de hombres, declararlo hors-la-loi y hors l’humanité, y llevar así la guerra a la más extremada inhumanidad. Pero al margen de esta manipulación tan política del nombre apolítico de la humanidad, no existen guerras de la humanidad como tal. La humanidad no es un concepto político, y no le corresponde tampoco unidad o comunidad política ni posee status político.

C. Schmitt, El concepto de lo político, trad. R. Agapito, Alianza: Madrid, 2018, pp. 84-85.
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