Presentación del libro de Diego Zerba
“El superyó salvaje: clínica y época”
Prefacio
Antes de empezar quisiera volver a agradecerle a Diego que haya pensado en mí para la presentación de su libro. Se lo agradecí cuando me invitó y le dije que entendía lo importante que es para alguien su propio libro. Pero lo que no le dije en ese momento fue en qué pensaba mientras se lo decía. Pensaba en algo que me dijo alguien alguna vez. Me dijo que “los libros son como los hijos” y como este es un libro también sobre la niñez, no quería dejar de mencionarlo ahora.
Yo no estoy completamente de acuerdo en que los libros sean como hijos, sobre todo porque creo que los hijos no son libros. Sin embargo, sí creo que algo tienen en común, y posiblemente eso que tengan en común pueda ser expresable en la cita de Agamben que de algún modo da la tónica del libro de Diego. Esa cita dice, sencillamente: “de lo que merece sobrevivir“. Tal vez eso tengan en común -decía- los hijos y los libros, a saber: en que son el testimonio de lo que merece sobrevivir.
En cualquier caso, si un libro fuera un hijo entonces esto sería una suerte de bautismo. Vuelvo entonces a agradecerle a Diego por haberme elegido como padrino de su libro.
“De lo que merece sobrevivir”
Si tuviera que exponer sintéticamente de qué trata el libro de Diego -partiendo del hecho, por supuesto, de que toda exposición, y sobre todo si es sintética, no deja de ser un recorte, y un recorte intencionado, un recorte en este caso realizado de acuerdo a lo que a mí me interesa de su libro, un recorte de lo que creo más relevante en él; o dicho con las palabras de Agamben que Diego toma como leit motiv, un recorte parcial de lo que yo creo que “merece sobrevivir” de su libro. Y recordemos también que un recorte siempre deja algo afuera y algo quisiera decir al respecto de lo que falta porque necesariamente queda afuera-; decía que si tuviera que exponer sintéticamente de qué trata el libro de Diego armaría esa exposición en torno a las siguientes palabras: psicoanálisis, capitalismo, peronismo y niñez. Estas son, a mi entender, las piezas del rompecabezas que, no sin la inocencia del niño, pero tampoco sin la seriedad del adulto que a veces dice que “eso ya no es un juego”, Diego reúne, entrecruza, combina y pone a jugar entre sí de múltiples maneras. Porque la cuestión del juego también es importante en su libro. La cuestión del juego y, sobre todo, el punto en el que un juego deja de ser un juego. La cuestión del límite. El punto en el que el juego se quiebra.
Pero decía que Diego arma y rearma ese rompecabezas. No porque quiera resolverlo, al contrario, algo en ese rompecabezas resiste toda resolución: un enigma, una pieza que falta y que no puede ser hallada, reemplazada, sustituida. Eso es lo que muestra el libro. Eso que falta y que, en su faltar mismo, carece de un lugar propio, puesto que se disemina por todos los conceptos, de modo especialmente notorio en los que he señalado como los que más me interesan de su libro. Esa falta no tiene su lugar, no está nunca en su lugar y entonces suele pasarnos desapercibida. Nos asedia desde ninguna parte. Fantasmática, nos ve sin que nosotros mismos la veamos. Entonces el rompecabezas admite armados y rearmados múltiples y, más que tratar de resolverlo, en su libro Diego nos muestra sus variaciones caleidoscópicas.
A mi entender, la pregunta del texto puede ser formulada -si me permiten la broma y al final de cuentas aquí hablamos de psicoanálisis, así que me la tienen que permitir-; decía que creo que la pregunta central del texto puede ser formulada como una variante psicoanalizada de la famosa pregunta de Lenin. Ya no “¿Qué hacer?“, sino ahora “¿qué hacer con la falta?”, ¿qué hacer con la falta que nos mira y nos asedia constantemente sin que la veamos? Y esa pregunta es a tal punto asumida por Diego en su libro, que no estoy seguro de que encuentre una respuesta acabada; aunque sí creo que el psicoanálisis es el modo que él ha encontrado de hacer algo con ella, de hacer algo con esa falta fantasmática. ¿Pero hacer qué? En primer lugar, hacerse cargo, hacerse “responsable” de la falta -como repite Diego- y en ese sentido, hacerla propia sin volverla algo disponible: ¡sobre todo sin volverla algo disponible, es decir, sobre todo sin explotarla!
Allí posiblemente resida la diferencia entre el viejo capitalismo del consumo -del que, por cierto, el peronismo no deja de ser deudor- y el neoliberalismo actual. Si el viejo capitalismo tapaba esa falta con consumo -y, por cierto, producía tanta más angustia cuanto más la tapaba– el neoliberalismo, en cambio, ha hecho de la falta y de la angustia elementos en sí mismo explotables. Si la falta volvía reforzada como angustia cuando el capitalismo intentaba obturarla mediante el consumo, la angustia es hoy la materia prima de nuestro neoliberalismo actual.
La producción de angustia se ha vuelto hoy sistemática y en su fase superior neoliberal el capitalismo se caracteriza por explotarla incesantemente. Tal vez este sea el peso específico con el que carga nuestra “época” -para retomar otra de las expresiones importantes del libro de Diego-, el peso específico con el que cargamos ahora nosotros mismos, a saber: el de la angustia constante ante la inminencia del desastre. El de la extrema fragilidad de todas las cosas -y sobre todo, por supuesto, de nosotros mismos: ¡qué fuertes debemos ser para cargar con ese peso, con el peso de nuestra propia fragilidad!-. El peso específico de nuestra época es el de estar jugando siempre al límite de que el juego se rompa y entonces deje de ser un juego para que lo real reaparezca en su faceta más terrible. Cargamos, pues, con el peso de que -como dijo un Ministro de Educación-, “debemos“ –y esta expresión de mandato no debiera ser pasada por alto, así como tampoco debiera ser pasado por alto el hecho de que el deber esté formulado en primera persona del plural: “nosotros“, “debemos“, pero ¿quiénes nosotros? ¿quiénes somos nosotros los que debemos? ¿Y qué debemos? ¿Y a quién le debemos? ¿Qué cosa le debemos? ¿Quién es ese “ellos” a quien le debemos? ¿No le deberemos al “superyó salvaje” del que habla Diego? ¿Será ese nuestro acreedor insaciable?–.
Decía entonces que cargamos con el peso específico de que -como dijo un Ministro de Educación- “debemos(!) crear argentinos capaces de vivir en la incertidumbre y disfrutarla”. Debemos, tenemos la deuda -¿con quién?-, de tener que crear argentinos que, en suma, gocen de la incertidumbre de no saber si llegan a fin de mes. Que disfruten y gocen de su angustia. Que disfruten, gocen y sobre todo produzcan a partir de su angustia. Argentinos emprendedores. Emprendedores de la angustia, que explotan su propia angustia hasta el burn out.
Vivimos, pues, la época en la que nuestra propia angustia se ha vuelto “productiva” y que este mandato -“debemos crear argentinos capaces de vivir en la incertidumbre y disfrutarla”- se repite también desde el Estado, el gran Otro que hoy -en su vertiente neoliberal- toma la forma del superyó salvaje que nos dice lo que “debemos”. Ni siquiera se lo debemos a él, claro está, sino que su perversión extrema yace en que nos dice que “nos lo debemos a nosotros mismos”. Como ese chico -dice Zizek, para retomar el tema de la niñez-, que no quiere ir a visitar a la abuela el fin de semana. Frente al padre clásico, que le contesta que va a ir de todas formas porque es su obligación de nieto y que se acabó -que no se trata de un juego y que no le está dando a elegir-, la sutil perversión del padre postmoderno consiste, en cambio, en decirle: “hacé lo que quieras. Pero fijate que tu abuela te quiere y se va a poner triste si no vas”. Ese padre -agrega Zizek- no sólo quiere que su hijo vaya a visitar a la abuela, sino que quiere que desee hacerlo. No quiere ser un padre autoritario, pero lo es más que nunca cuando (no) obliga a que su hijo se obligue a sí mismo. Algo de eso sucede, creo, con este mandato que proviene del superyó salvaje. El superyó salvaje nos dice que “debemos” -porque nosotros mismos lo queremos- aprender a gozar de nuestra angustia y, gozando de ella, ponerla a producir.
Pero decíamos antes que ese (no) mandato proviene también de nuestro Estado salvajemente neoliberal. Un Estado que juega a no obligar, pero que con eso se dispensa verdaderamente de ofrecernos nada a cambio de nuestra obediencia. Un Estado que, por cierto, nos ha soltado la mano para así dar rienda suelta a nuestra angustia. Un Estado que ya no es capaz de hacerse cargo de la angustia de sus ciudadanos, ni mucho menos de “darle nombre”, sino que, por lo contrario, ha liberado al superyó salvaje, frenético e insaciable del mercado. Un Estado, decíamos, que ya no es capaz de cobijar la angustia de sus ciudadanos, de darle un lugar, hacerle sitio y desde allí acompañarla. Hospedarla. Abrazarla. Albergarla. Darle un techo. Un trabajo. Hacerle alguna caricia. Decirle que no llore, que esto también pasará. Ahora, en cambio, tenemos un Estado caníbal, o todavía peor, un Estado que (no) nos obliga a que nos canibalicemos a nosotros mismos, como ese padre postmoderno (tampoco) obliga a su hijo a que vaya a visitar a su abuela.
¿Qué tiene para decirnos el psicoanálisis en este contexto? ¿Y tiene todavía algo para decirnos? ¿Podemos seguir desconociendo que este capitalismo del superyó salvaje juega un papel determinante en el modo en el que vivimos nuestras angustias? En la velocidad y la aceleración, el frenesí con el que corremos detrás de nuestra angustia, siempre sin poder alcanzarla. Porque cuando creemos llegar a ella, alcanzarla y ponerla en su lugar, ella reaparece por detrás nuestro como si siempre hubiera estado allí. Como si no tuviera un lugar propio al cuál restringirla.
Una crítica corriente dice que el psicoanálisis no sirve para nada -ustedes la habrán escuchado- y posiblemente tenga razón, si servir significa poner las cosas a producir. ¿Para qué alguien haría entonces análisis? ¿Tal vez -me pregunto- para hacer algo con esa falta, quiero decir, algo que no sea ponerlo a producir? ¿Pero qué puede hacer con esa falta el psicoanálisis? No mucho, evidentemente, si seguimos entendiendo “hacer” en el mismo sentido en el que este término ha sido apropiado por el capitalismo. ¿Qué tipo de hacer le corresponde entonces al psicoanálisis? ¿Cómo se hace algo con la falta y la angustia, que no implique reinsertarlas en la dinámica de la explotación que conduce al burn out?
Pienso, supongo, que lo primero que se puede hacer con la angustia -y en ese sentido lo primero que se puede hacer con el capitalismo que la produce y explota sistemáticamente-, lo inevitablemente primero que se puede hacer con la angustia, el paso previo a cualquier otro hacer algo con ella, no puede no tener que pasar por asumirla como propia. Tal vez allí ya se esté haciendo algo con ella. Tal vez asumirla implique aprender a convivir con ella, aprender a convivir con los fantasmas que son parte de uno mismo. No disfrutarlos, porque no es un juego. La angustia no es un juego, algo que pueda tomarse a la ligera. Tampoco exorcizarlos -como quiere hacer el capitalismo- para luego multiplicarlos indefinidamente en el consumo -como sucede con ese extraño fantasma que es el “fetichismo de la mercancía”-, sino solamente aprender a convivir con ellos. Hacerles un lugar. Hacerle un lugar a lo que, por definición, no está nunca en su lugar; extraña paradoja que no puede sino implicar un desafío enorme cuya conclusión posiblemente no se alcance nunca. Ese desafío, el de hacerle un lugar a lo que no tiene lugar, a lo que no está nunca en su lugar, está condenado de antemano al fracaso. Y sin embargo, es necesario también hacerle un lugar al fracaso. Quitarle su impronta capitalista, asumirlo como posibilidad insoslayable. Como posibilidad necesaria.
Una lectura análoga se desprende del modo en el que Diego lee el nombre de Perón. Se trata, pues, del nombre de una falta. Para Diego, el peronismo tiene la potencia de darle nombre a la falta, tal vez incluso de darle nombre al “pueblo que falta” -para retomar la expresión de Deleuze. O a un pueblo “por-venir”, si quisiéramos acercarlo más a Derrida-. A un pueblo de la “justicia social” siempre por-venir. El peronismo entonces como nombre de la falta, o por qué no, como significante vacío en cuya volatilidad ecuménica entramos todos, pero en la medida en la que faltamos. Pueblo de la falta, pueblo también de la culpa y de la deuda -cada vez más de la deuda-, eso -según Diego- nombra Perón. Para él Perón nombra lo que falta -el pueblo que falta- y con su nombre suplementa la necesidad con política -“donde existe una necesidad, nace un derecho”, decía Eva Perón-. En cualquier caso, señalemos que a diferencia del superyó salvaje propio del neoliberalismo salvaje, el peronismo no nos reprocha la falta, ni mucho menos nos echa la culpa de ella. El peronismo nombra la falta, suplementa, da nombre a lo que la sociedad argentina no quiso nombrar: “mis cabecitas negras”, “mis descamisados”, “mis grasitas”, “los putos peronistas”. El peronismo, decíamos, es el nombre para lo que la sociedad argentina y “biempensante” no quiere nombrar.
En ese sentido, el peronismo sólo puede permanecer como un acto fallido del nombrar argentino. Un acto fallido que revela, por cierto, algo esencial que desnuda y que, desnudando, nos avergüenza de la operatoria de ese nombrar, del nombrar argentino, de ese nombrar argentino que proviene de Europa y que, avergonzado, quiere volver a ella. Ese acto fallido nombra la verdad que proviene de la falta, la verdad que proviene de lo que no tiene nombre y entonces, como esa verdad avergüenza, se prohíbe nombrarla en todas sus vertientes. “Perón”, “peronismo”, “justicialismo”, “tercera posición”. Había algo que debía permanecer sin nombrar, el tabú fundacional de la sociedad argentina, “el subsuelo de la patria“. Los sinnombre cuya supervivencia se juega todavía hoy en la persistencia de un nombre.
Tal vez de la falta y de la angustia, cuando no son ignoradas ni explotadas productivamente, provenga algo esencial. Tal vez a partir de ellas sea posible hacerse cargo del paso del tiempo y distinguir lo que merece sobrevivir, no porque no tenga que morir nunca, sino todo lo contrario: porque merece sobrevivir a su propia muerte bajo la forma de un testimonio. Lo que merece ser guardado, conservado, legado, testimoniado. Ese testimonio de lo que merece sobrevivir, de nuestras esperanzas más profundas, tiene siempre un nombre. Sea el de un movimiento político, el de un libro o el de un hijo.