Gracias. Gracias a todes (sí, a todes, a todxs, a todas y a todos; sin excepción) por formar parte de Filosofía sin supuestos. Algunes me acompañan desde hace años (¡cómo pasa el tiempo!) en cursos y talleres, por aquí y por allá, y ahora también en la matrix. Otres se incorporaron hace poco y ya se han vuelto amigues, habituales. Muchos postergaron estudiar filosofía durante toda su vida hasta este momento. ¡Bienvenides!
Con todes compartimos la cotidianidad de estos días tan extraños que caen sobre nosotros con la amenaza de la soledad y el aislamiento. Nos encontramos regularmente para hablar y tratar de comprender las cosas que nos importan, tal vez las únicas cosas valiosas: el sentido y el sinsentido, lo bueno y lo malo, el ser y la nada, lo bello y lo feo, el orden y el desorden, el caos, el amor, la pasión, el pensamiento y tantas más. Se unen a la charla desde Perú, Alemania, México, Portugal, España, Chile, Colombia, Venezuela y, por supuesto, también desde toda la Argentina; a mí no deja de sorprenderme y honrarme ser la excusa de esa reunión. Hemos llegado hasta aquí acompañándonos entre todes, compartiendo el aislamiento a nuestra manera, haciendo los días más llevaderos, preguntándonos y tratando de comprender el sentido de todo esto.
Gracias, en suma, por ayudarme a pensar lo que sea que tengamos que pensar entre todes. Y sobre todo gracias por ayudarme a pensar esa “e“, lo impersonal que nos vincula y nos reúne, pero que nos reúne separándonos, singularizándonos, haciéndonos en cada caso diferentes. Reuniente y diferenciante, como esa “diferencia ontológica” de la que habla Heidegger o la “differance” de la que habla Derrida, como “la comunidad inconfesable” de Blanchot o “la comunidad desobrada” de Nancy, incluso también como “la comunidad que viene” de Agamben. Al final de cuentas ellos también forman parte de esta conversación infinita, de nuestro ser-con más habitual y extraordinario.
Cuando damos gracias, las damos por algo. Y damos las gracias por algo en cuanto las dirigimos a aquel a quien hemos de rendir gratitud. No tenemos desde nosotros mismos aquello por lo que hemos de dar las gracias. Eso se nos ha dado. Recibimos muchos dones y de tipos muy diversos. Pero el don supremo y propiamente duradero a nosotros sigue siendo nuestra esencia, con la que estamos dotados de tal manera que, en virtud de ese don, seamos por primera vez los que somos. Por eso hemos de agradecer este dote antes que nada y en forma incesante.
Martin Heidegger, ¿Qué significa pensar?, trad. R. Gabás, Madrid: Trotta, 2005, pp. 132-133. Otra traducción del título podría ser, como lo sugiere el propio Heidegger, “¿Qué [nos] llama a pensar?”.
Ahora bien, lo que se nos ha concedido en el sentido de este dote es el pensamiento. Como pensamiento está confiado a lo que da que pensar. Lo que de suyo da que pensar una y otra vez es lo más merecedor de pensarse. Y en ello descansa el dote auténtico de nuestra esencia, por el que hemos de rendir gratitud.
Pero ¿cómo podríamos agradecer más adecuadamente este dote, el de pensar lo más merecedor de pensarse, que pensando lo más digno de ser pensado? ¿No sería así el pensamiento la suprema gratitud? ¿Y no habría de cifrarse la más profunda ingratitud en el hecho de quedarse sin pensar? De esa manera la auténtica gratitud nunca consiste en que nosotros mismos seamos los primeros en llegar con un don y recompensemos un regalo con otro. La pura gratitud consiste más bien en que simplemente pensamos, en que pensamos lo que única y propiamente da que pensar.
Toda gratitud pertenece primeramente y en definitiva al ámbito esencial del pensar. Pero éste piensa lo que ha de pensarse para aquello y en recuerdo de aquello que en sí y de suyo requiere ser pensado y así por naturaleza exige el recuerdo. En cuanto nosotros pensamos lo más merecedor de pensarse, propiamente damos gracias.
Estén atentos a la página que siempre hay novedades. Estoy permanentemente pensando nuevos proyectos que se van a ir incorporando paulatinamente.